Mis viejos siempre me dijeron: ¡Ojo cuando cruzás la vía, que andás con la música siempre tan fuerte! Recién cuando volvía a mi casa y esperaba a que el tren pasara, tuve una revelación: los sentidos, como viene sucediéndome estos últimos días, se hicieron presentes. Olfateé la mierda de perros que se sacan a pasear en esa tierra de nadie, la zona transitoria, donde los pibes del barrio siempre se fuman varios porros después de salir de la secundaria con un par de tipos que los doblan en edad y añoran adolescencia; oí el ruido del material rodante, alarmando a la gente por sus vidas y finalmente vi, aunque esté un poco ciego, la densidad de la máquina tecnológica. Pero más allá de todo, entendí que la alerta está siempre en nosotros mismos, que la vida nos propone la alternativa final por cada cuadra, que la ciudad está diagramada para que los accidentes escondan el deseo oculto de quien desee sentarse junto al Hades, de cristal apagado y rectitud desafiante.
Fue cuando escuchaba un tema de John que cayó en mi la moneda del arte: si nos refugiamos en la fragilidad será porque realmente no nos importa qué suceda mientras caminamos, aunque sí lo que acontezca placenteramente, como si se tratara del dulce al niño o el pan al pobre. Cuando camino soy éste último, por un dictamen de la conciencia que me pide escapar; por la liviandad de quien desearía flotar como un ángel por encima de las ruedas, no para vivir, sino para contemplar como otro.
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